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Nuestra Señora de La Merced
Virgen de La Merced

 

Reflexión del Evangelio del Domingo VII del tiempo  ordinario
Separador

Evangelio según san Mateo 5, 38-48.

Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero Yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado. Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos en injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.

Así como decimos, con la sana filosofía y con la revelación bíblica, que Dios es el mismo ser subsistente, también decimos que Dios es el bien, y ser, y bien, aquí deben ir con mayúscula, ya que en Dios todo es Uno, salvo lo que se opone por relación personal, y esas son las tres divinas personas. Así como decimos que Dios es el Bien mismo, Él es bueno con todas sus criaturas, a las cuales ha creado para que existieran y no para la muerte. Dios nos ha dado todo, en cambio el pecado es la realidad que nos ha quitado todo, y como único y verdadero mal, es al que Dios se opone. Dios tiene infinita paciencia con los hombres, para que estos cambien de conducta y se salven convirtiéndose al verdadero Bien. El pecado es lo que nos aparta del fin y del bien. La virtud nos une al fin y al bien. La justicia y la caridad son virtudes, a las que la palabra de Dios había dado ciertos preceptos en el Antiguo Testamento. La ley del talión es el ojo por ojo, pero no debía entenderse como la autorización para vengarse del ofensor injusto, sino más bien como el límite y la medida de la justicia vindicativa, a la que venía a moderar. Es como si se dijera, ¡cuidado, si te ha sacado un diente, no deberás sacarle más que otro diente! La justicia de Cristo sube de escala y se coloca en un plano superior, directamente nos prescribe el no alojar en el corazón el deseo de venganza. Es más, incluso dice que debemos estar dispuestos a dar más que lo que se nos exija. El amor al prójimo también ya figuraba como precepto en el Antiguo Testamento, al cual la enseñanza rabínica había agregado el odiar al enemigo. Pues bien, Cristo va a extender el precepto de la caridad incluso hasta los mismos enemigos. Nos dirá que deberemos procurarles el bien a los enemigos. Así nos dice que llegaremos a ser hijos del Padre. Él es el Hijo de Dios por naturaleza divina y se hizo hombre para que nosotros podamos llegar a ser hijos adoptivos de Dios, por la fe y la vida moral cristiana. Claro que ello incluye el deber de imitar la vida de Cristo. Él lucho contra el mal en el mundo, cuando le abofetearon, preguntó por qué lo hacían, en virtud de qué obra mala hecha por él, y si no había hecho nada malo, preguntó al soldado o esbirro de los judíos que le condenaban, el por qué le había tratado así. Aun así, estuvo no solo dispuesto a que le abofetearan en la otra mejilla, sino que se dejó quitar el manto y la túnica como también llevar la cruz por nuestra salvación. Cristo no quita la justicia legal en el ámbito de la esfera pública o del estado o en las relaciones internacionales, por aquello de dar al César lo que es del César. Pero su programa no es político sino religioso, y allí es donde debe reinar la voluntad de Dios, el Reino de los Cielos, el darle a Dios lo que es de Dios. Él nos ha enseñado a imitar a Dios, singularmente nos ha revelado cómo y quién es el Padre, y como quiere Él que seamos nosotros, qué debemos hacer para salvarnos. Y nos salvamos, o mejor dicho Dios nos salva por su Hijo, en la vida interior del Espíritu Santo, que nos mueve a ser santos y perfectos como es el Padre.

Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense

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