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Nuestra Señora de La Merced
Virgen de La Merced

 

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario.
Separador

Evangelio según San Lucas 14, 25-33.
“Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Este comenzó a edificar y no pudo terminar”.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.

Los proselitistas humanos se sorprenderían ante el estilo de Jesús: cuando “un gran gentío” lo sigue, en lugar de atraerlo con promesas, el Señor lo pone en el más fuerte aprieto de sinceridad de su seguimiento. Con ello nos ofrece una de las grandes muestras de su Verdad divina.
Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5). En el orden de valores, el amor a Jesucristo, quien declaró que “el Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30), debe ocupar el primer lugar en la vida del cristiano, aun por sobre los propios padres. Si bien honrar al padre y a la madre es un gran mandamiento del mismo Dios: “Honra a tu padre y a tu madrepara que seas feliz y tengas una larga vida en la tierra” (Ef 6, 2-3), Jesús se declara a sí mismo como signo de contradicción, ya que el seguimiento de su Divina Persona exige decisiones radicales. Consecuentemente nos advierte que los enemigos estarán, inclusive, en la propia casa: “Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra; y así, el hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa” (Mt 10, 35-36), donde el ambiente mundano o farisaico se burlará de los discípulos como lo hacían sus propios parientes con el Maestro, “que no creían en Él” (Jn 7, 3), y hasta llegaron a afirmar que “había perdido el juicio” (Mc 3, 21).
Nuestro Señor Jesucristo reitera la absoluta necesidad de “cargar con la cruz” como condición sine qua non de un auténtico seguimiento para todo aquel que pretenda ser su discípulo. Con los ejemplos de la construcción de la torre y de la campaña militar contra un enemigo superior, Jesús nos enseña que Satanás será siempre más fuerte que nosotros si pretendemos combatirlo con nuestras solas fuerzas humanas. Por eso, en esta guerra que libramos por conquistar la vida eterna a la que hemos sido llamados, necesitamos desapegarnos de todo lo que nos ata a este mundo, “renunciar a todo lo que se posee”, para así estar unidos a Cristo como el sarmiento a la vid, “porque separados de Él nada podemos hacer” (Cf. Jn 15, 5). La Sagrada Eucaristía acrecienta nuestra unión con Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.” (Jn 6, 56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el Santo Sacrificio de la Misa, que perpetúa el memorial de la Pascua del Señor y hace presente realmente a Nuestro Señor Jesucristo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las especies eucarísticas, para convertirse en el alimento espiritual de nuestra marcha hacia el Cielo.

Pbro. Ignacio David Cherino.
Capellán Castrense


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